Cuatro de la mañana. La ciudad se pone de costado, tampoco puede dormir y abraza a su almohada, La Cañada. Los grillos parecen enfurecer a las sombras, se hacen más densas. A la noche no le gusta que desafinen. No tengo nada para leer. Unas cartas viejas que olvidé quemar, me observan desde el cajón abierto de mi ropero. Esas cartas se convierten en mi universo. Aquel de los veinte, el que prometía resplandores que jamás llegaron. Parece que todo el tiempo se hubiese quedado a vivir en estos papeles arrugados, como si la memoria no fuese nada más que una pequeña gota de rocío en esa rosa seca que no puede presentirla. Me pareció obscena, la memoria, digo. Preferí aquietarla. Pero no, esa carta con su sobre azul evitaba que el cajón se cerrase por completo. No estaba abierta. No reconocí ni el remitente ni la letra, esas cosas que uno guarda sin saber bien la razón. Esas cosas que uno no se atreve a abrir, sin saber bien de dónde viene el miedo. “Ibarreta, Formosa,