De niña, me aburría cuando venían a jugar conmigo las otras niñas. No me gustaba jugar a las muñecas o las casitas. Vestirlas, peinarlas, ponerles moños, hacer de mamá. Al rato, se iban o yo me iba. Ellas decían que se aburrían conmigo, yo me dormía. Después, aprendí a soportarlas, por necesidad, creo. Y comencé a inventar historias de aparecidos. Venían todos los días, pero se marchaban espantadas, dejándome con la rabia de mis historias a mitad de ser contadas. Las madres no las dejaron ir más a casa. Decían que a la noche no dormían por mi causa, que recordaban lo que les contaba. Descubrí que los mandatos sociales no eran obligatorios, que podía no jugar a la muñeca y no por eso ser una niña rara, como los otros, me llamaban. Hoy, aquellas niñas que me visitaban, están todas casadas, ya no juegan a las muñecas, las sufren. Encontraron a un príncipe que actualmente es un gran sapo y no hay beso que lo vuelva a convertir en príncipe. Me visitan con frecuencia. Ahora...